viernes, 18 de junio de 2010

Todos le llamaban Gigi



Anoche volví a soñar con él. Todos le llamaban Gigi. No podía haber otro nombre más ridículo, menos acorde con su aspecto. Había una formal y distante acogida en los que allí estaban, todos conocidos, todos amados en el pasado. Parecían el hueco de lo que fueron, aunque fueran tan exactos, ya no eran. Soñé con él y dolía como si fuera real, dolía el pasado como si no lo fuera.

La hora del té en un submarino nuclear



Colecciono estupideces, como quien guarda un tesoro. Las cosas inútiles tienen en mí un especial magnetismo que condiciona toda mi vida. Y, no sólo eso, colecciono momentos y lugares donde las cosas útiles pueden convertirse en algo ridículamente inútil: un paraguas en un cuarto oscuro, la hora del té en un submarino nuclear, el recreo escolar de un cementerio.

Por eso, cuando te conocí supe que estaba ante la posibilidad de una pieza única. Todo apuntaba a ello y yo, emocionada, temblaba. Tras días de aviso, apareciste en aquella estación. Tú habías atravesado un continente procedente de otro. Yo desconocía el día de la semana en el que estaba. Del coche que conducías se bajó alguien con un cansancio por la vida que lo impregnaba todo. Al llegar a casa, uniste la estupidez en espacio y tiempo; todo lo que hasta entonces eran piezas únicas pasaron a tener sentido y perdieron su encanto. Y en el otro lado de la cama, te apoderaste de la inutilidad de mi existencia.

martes, 15 de junio de 2010

Miss Carrusel


Ayer dormí con Miss Carrusel. Su miel envenenada aún endulza mi sangre y sus besos de adormidera flotan en mi cerebro, inerte. Ayer me envolvió en sus brazos y me juró amor eterno mientras me clavaba su alfiler de pelo entre la segunda y la tercera vértebra.

martes, 1 de junio de 2010

Hoy he visto a Bernarda Alba


Esta mañana, en la acera soleada en la que vivo, me he cruzado con Bernarda Alba. De luto riguroso, le arrastraba la saya de la decencia y se cubría del calor de un verano que comienza. La sorpresa ha sido completa viéndola descruzar sus manos morenas y apartarse el pelo de una cara surcada por las arrugas del mundo:

- ¿Dónde vas, Bernarda?
- A buscar todo el viento de la calle que durante ocho años desterré de mi casa
- ¿Y tus hijas?
- Todas muertas ...

Mira al suelo, hiriente de luz, contaminante de su luto, y esconde de nuevo sus manos bajo el pañuelo que la cubre, con vergüenza.

En el otro lado de la calle, dos adolescentes que aún no han tenido oportunidad de vivir, se ocultan de arriba a abajo sin dejar ver más que sus manos y su rostro, aún infantil. Un velo que dice apartarlas de su impureza las marca, las excluye, lejos de identificarlas en cultura alguna.

Bernarda, que también ha reparado en ellas, se remanga pudorosa la saya y da media vuelta.

- Me vuelvo a casa, no vaya a ser que se me cuele una brizna de aire.