jueves, 27 de enero de 2011

El tiempo que vivimos sobre el Stop




Habían pasado el día bebiendo cervezas. Al atardecer ella conducía mientras ellos dos iban tumbados en el techo del coche, boca abajo y agarrados a las barras portaequipajes. Iban por los caminos que atravesaban el parque y espartos, aulagas y tomillos se teñían de rojo con la luz que iba desapareciendo bajo el horizonte, hacia el oeste. M. reía a su lado mientras sacaba la mitad de su cuerpo por la ventanilla, con su larga melena al viento.

Ella decidió tomar un camino que llevaba hacia el suroeste, hacia las salinas. Iba despacio. Su pavor a conducir quedaba atenuado por el nivel de ingestión de alcohol. Se sentía a salvo por aquellos parajes solitarios que en el mes de diciembre ni los incondicionales de la zona frecuentan. Al volante, riendo, con el rostro bañado de un sol tenue, había un no se qué de plenitud en el viento, en las risotadas de ellos desde el techo y en la conversación animada de M., que se había vuelto a sentar dentro y le pasaba la última lata de cerveza que acababa de abrir.

Jugaba a mover el volante para desequilibrar la posición de ellos ahí arriba. Y con cada giro, el montón de cadáveres de cervezas vacías tintineaban en la parte de atrás. El sol se había ocultado por completo y jirones de rojo se le metían en los ojos. Por el espejo retrovisor, de vez en cuando, según el arco de giro, veía, como una aparición, una pierna de J. descolgándose por completo del techo, acompañada de un aumento en sus carcajadas. El interior del coche exhalaba, a un alto nivel de decibelios, la Fata Morgana de Dissidenten. No había límite para ellos, podían haber atravesado el mar y el continente que les esperaba al otro lado y haberse acercado a la Antártida para cenar. Así siguieron hasta que la oscuridad fue absoluta. Una gasa negra lo cubría todo tras las estrellas y A. se cansó de no poder tomarse más birras, ahí arriba.

Había sido divertido. Ella conducía bien. Todos insistían en que siguiera conduciendo, aunque salieran a la carretera primero y luego a la autovía. No las tenía todas consigo, eso era otra cosa. Ahí se encontraría con más coches que era a lo que realmente tenía miedo. Pero de nuevo el efecto de lo que llevaba bebido a lo largo del día le dio esa falsa sensación de seguridad y valentía. Pararon en Carboneras para comprar más cervezas.Llenaron el maletero de todo lo que necesitarían esa noche en su fiesta particular en la playa y siguieron camino a su destino final.

La carretera estaba mal iluminada y ella iba tensa, entre chumberas e invernaderos. El viento había arreciado y lo notaba en el volante y en el rugir del mar de plástico. J. iba sentado ahora a su lado y le abría una nueva cerveza, pasándosela junto con un beso. Se bebió la mitad de un trago. Lo que vivía lo ocupaba todo, no podía pasar más. No había más cielo que el que se dibujaba tras el cristal, ni más afectos que los que llenaban su corazón por los seres que le acompañaban en el coche, ni otro lugar, ni más luz que la de los faros que iluminaban su camino por aquella carretera. Felicidad, debe ser esto, pensó.

La animación no había descendido un ápice cuando se incorporaron a la autovía. De repente, sintió como toda la conciencia y la cordura se agolpaban en sus ojos y en sus manos, que estaban atentas a cualquier señal de riesgo. Una caravana de camiones ocupaba el carril derecho y sentía la succión de cada coloso. Aquellos escasos kilómetros se le hicieron interminables. Por fin su desvío, allí estaba, como un faro azul en mitad de velo negro rasgado. El alivio le recorrió desde la punta de sus botas polvorientas hasta el pelo enmarañado. Mil quinientos, mil, quinientos. Al llegar a la salida, el obstáculo de una pequeña furgoneta demasiado lenta le hizo vacilar. Iba demasiado deprisa. J. intentó sujetar el volante, pero ya estaban dando LA primera vuelta de campana.

El Samur llegó junto con la Guardia Civil. Las sirenas de todos los colores habían convertido el lugar en una rave siniestra. Un guardia civil discutía con otro sobre si las vueltas habían sido tres o cuatro. El pobre ZX estaba patas arriba, como un escarabajo torpe que intenta volver a una posición menos vulnerable. Los del Samur se había organizado para auxiliar a todas las víctimas. Sobre el Stop pintado en el suelo, los restos de lo que había sido ella susurraban con su último aliento de voz: se me metió un jirón rojo de sol en el ojo. Desde el equipo del coche siniestrado sonaban los primeros compases del Mecenina, de Goran Bregovic ... “¡No hay fiesta sin música rusa!” habían gritado ellos al atardecer.


miércoles, 26 de enero de 2011

Veinticuatro fotogramas por segundo












La vida con él era una sucesión de fotografías. Fotogramas escamoteados al tiempo. Entre ellas ocupaba una posición relevante una de pinares costeros y largas playas. De esas que te hacen pensar que todo el mundo es una delgada franja, una fina línea entre la arena y el mar. Y en esas fotografías, chincheteadas al tablón de anuncios de los sueños, aparecían ellos, sonrientes, mirando a la cámara. Aparecían en diferentes situaciones: tomando el aperitivo una mañana soleada de primavera, en un alto en el camino sobre una bicicleta, en mitad de una anécdota que había desatado sus risas, nariz manchada de helado en aquel lugar donde se vieron por primera vez, vista nocturna sin flash en un chiringuito playero, morenos, de blanco.















Ella rozaba cada instantánea con la mirada, al cerrar los ojos, y añadía una nueva, cada día. Hasta que un día no quedó espacio vacío en el corcho para agregar más. Aquello fue una fuerte sacudida que le permitió reparar en lo estático de la experiencia. Así que, sin pensárselo, hizo la maleta y puso su coche rumbo a Las Landas. Allí, los fotogramas se sucedieron uno tras otro a veinticuatro imágenes por segundo. Y aquello que estaba por venir, se convirtió en una realidad en movimiento.


Porque me estremezco cada vez que pienso que entre nosotros, lo bueno, aún está por venir.


martes, 25 de enero de 2011

Al arrullo de una nana



Nos presentamos en mitad del instante sin manual de instrucciones. Leímos la letra diminuta con labios de sueño imbesable. Fundidos en piel y sal, preparamos una ensalada de brotes psicóticos que alienó nuestros días y nos llevó hasta la extenuación, en mitad del gozo, como dos místicos de los pliegues del otro. ¡Vuélame los sueños, anda, que te tengo fe!


sábado, 22 de enero de 2011

Hiperactividad improductiva


El grillo se había convertido en un monstruo inmenso que me perseguía por aquel pasillo de infancia, largo, oscuro y estrecho. Un grillo surgido de la metamorfosis del sueño, negro en la oscuridad, negro sobre negro. Su sonido no correspondía a su gran tamaño, sino al de un grillo al uso, escala natural. El ruido era profundamente desagradable, algo que evocaba en mí un asco ancestral, atávico; sin embargo, familiar. No era capaz de huir, no del monstruo sino del sonido que producía, ni tapándome los oídos con toda la presión que la fuerza me permitía. Al final del pasillo, me tiré al suelo y me acurruqué sobre mi misma, dejando que aquel sonido-monstruo me alcanzara.

Cuando todo era negro, una mínima consciencia me permitió distinguir aquel sonido: el despertador llevaba cinco minutos sonando cuando, por fin, fui capaz de salir de la postura fetal en la que me encontraba, alargar el brazo y silenciarlo definitivamente. Encendí la lamparilla y me hizo ver la evidencia de la hora: las seis y seis minutos de la madrugada. Había quedado con él a las seis en punto; dada nuestra diferencia horaria para él serían las doce de la noche.

Llevábamos unos días hablando virtualmente, después de cruzarnos en un chat de manera casual. Él estaba fuera del país por motivos de trabajo y sentía la soledad del expatriado. Yo era una recién separada varada en mis días como un delfín desorientado. A los dos nos daba un poco de vergüenza esto de establecer contactos cibernéticos, pero nuestras conversaciones eran muy amenas y se nos pasaba el tiempo muy rápido cuando estábamos juntos.

Apagué la luz, me dolía demasiado su violencia y la oscuridad me parecía confortable; me enfundé un polar y fui al despacho, levanté la tapa del ordenador y evité mirar directamente a la pantalla mientras introducía la contraseña de arranque. Supuse que él estaría ya esperando y sentí algo de impaciencia. Pinché en la pestaña en la que ponía su nombre y la dejé delante de todas las demás, como un capitán frente a su regimiento. Esperé, quería dar un margen lógico a la espera, el logotipo gris me indicaba su ausencia. No esperaba nadie al otro lado del espejo.

Dudaba entre levantarme a haceme un café, tomarme una infusión caliente, acurrucarme sobre la mesa o desayunar. Miré el correo, no se había movido ni un ápice desde mi última consulta, horas antes. Miré facebook, nadie había añadido nada después de que yo colgará la escena de la boda de Underground. Nada. Quietud. Me puse a escribir, pero se me cerraban los ojos. Así que decidí relajar los párpados y esperar; los cabezazos me despertaban y un par de espasmos hicieron que fuera consciente del tiempo. El frío empezaba a hacerse evidente en mis pies, en mis piernas. Seis y media y sin movimiento.

Entonces lo sentí con nitidez, se me coló por el lagrimal, de manera sutil e imperceptible, pasó por mi nariz, me produjo un cosquilleo; luego, acarició mis labios, congelándolos y corrió, rauda y veloz pecho abajo. La desesperanza se me prendió de la vigésimo tercera cavidad cardial y se montó un apartamento con derecho a cocina, cubriéndome la piel de una finísima capa de hielo. Las siete y media y todo gris.

Volví a la cama. Las sábanas eran una estepa inmensa en la que yo, diminuta, no encontraba abrigo alguno. Me acurruqué sobre mi misma, cerré los ojos, me costó, tenía cristales en los párpados y cedí todo mi ser al paso del dolor, sin oponer resistencia alguna, como tantas veces había hecho antes, como tantas noches.

Y desde esa profunda soledad, el reloj indiscreto daba las diez de la mañana cuando conseguí volver a perderme en aquel pasillo infantil, luchando con mis pesadillas.



viernes, 21 de enero de 2011

Sala de fumadores


Hace días que no te digo nada, pero todavía no fumo. Con esta frase terminaba su correo. Hablaba de su propósito de dejar definitivamente de fumar. Ya había habido intentos previos que habían durado incluso años, pero volvía, como en un antiguo tango, al vicio. Yo, que me encontraba con él en la cafetería para echar un pitillo, llevaba tiempo sin verle. Por eso me escribió el correo, utilizando la cuenta interna de la empresa. Aunque en esta ocasión no sé si su intención de dejar de fumar era la misma que las veces anteriores. No sé si era su salud lo que le preocupaba o que el acto de fumar en el trabajo suponía poder encontrarse conmigo. No sé si era su salud o su estabilidad matrimonial lo que pensaba que podía perder si seguía fumando.

Ojalá fuera el miedo al amor el único que nos llevara a dejar de fumar y no las leyes represivas, porque, díganme ¿qué hago yo con esta sala de fumadores después de la ley antitabaco?

miércoles, 19 de enero de 2011

La tejedora de espuma




¡Boa sorte! Le grita al pasar Uxía, con la mano levantada, mientras abre la casa del mar para los primeros cafés. Enfila la boca del pequeño puerto, dejando la luz verde a la izquierda y la roja a su derecha. Su mano toma firme el timón, no hay dificultad en la maniobra pero el viento comienza a hacerse notar al dejar el abrigo de los malecones. No tiene intención de gran cosa, hace unos días que caló unas nasas y, con la Navidad cerca, no quiere que se le malogre la posibilidad de cobrar unas perras. Ha dejado a Santina en la cama y quiere volver para su rutina diaria de aseo, desayuno y movimiento de articulaciones. Ya no recuerda su calor.

La claridad cae sobre la noche, sin pausa. Parece que el mar se anima, como una gran ciudad cuando se despereza, al sentir la cercanía del día. El viento rachea y la pequeña barca acusa su fuerza. La firmeza de su mano aumenta y juega con maestría el juego de la supervivencia. Sabe leer sobre la superficie del agua, sea cual sea la circunstancia. Y en ese tramo de costa, conoce mejor la localización de los bajos y de cada una de las rocas que el cuerpo de la mujer que amó desde siempre. Eso le dio de comer toda la vida.

El día se adivina gris, pero hay una extraña pátina blanca en la luz. Va llegando al lugar donde caló las artes, baja el ritmo del motor. Tiene especial cuidado con la agitación del viento, las paredes rocosas están a escasos metros. Entonces palidece. Junto a las rocas, hay una mujer de piel gaseosa, completamente vestida de blanco, sentada sobre un saliente invisible. Las olas no inmutan su gesto, parece transparente a la tempestad que entra inexorable. En el regazo recoge la espuma que los bajos le regalan al mar y de la rueca que sale de su cintura hila el hilo que va enredando en un huso de coral.

Después del primer sobresalto, se aparta de un manotazo el espanto. Ella tiene una cara extrañamente familiar. Hay en sus gestos algo que llena la escena de armonía y aleja el rugir feroz del agua contra las rocas. Sus manos ágiles tejen y tejen, imparables y convierten la espuma en un hilo brillante, finísimo. El hilo se enrolla en el huso y de él surgen caracolas que se precipitan rápidamente a las olas rompientes. No sólo son caracolas, hay todo tipo de diminutas criaturas marinas. Contempla absorto la escena mientras el viento arrecia y la tempestad entra fiera en la costa.

Él ha dejado al pairo la barca y, sin control, se acerca a las rocas. Ella escucha su presencia y levanta los ojos. Le mira, de pie en la barca, sin apenas poder mantener el equilibrio, hipnotizado por la escena. Ella le sonríe y la patina blanquecina se convierte en una luz cegadora, en mitad de la tempestad. Le mira con sus extraños ojos grises y él deja de sentir la barca cimbrear violentamente bajo sus pies, deja de sentir el viento, la intensa lluvia. Deja de sentir.

Un fuerte golpe de viento destroza la barca contra las rocas y ella se sumerge en dirección a él. No hay límite entre su piel y la espuma en la que se ha convertido el mar en su locura. Lo último que siente antes de perder el conocimiento son sus blancos brazos abrazándole con fuerza, luchando contra las olas. Fundido en negro.

Un sediento sabor a sal en la boca le hace despertar. Santina le mira desde arriba, inexpresiva. Abre los ojos a esta otra realidad, y con lágrimas, con lagrimas de mar le dice: he visto a nuestra hija en las rocas. Es la que teje y teje sin descanso la espuma que los bajos le regalan al mar.


martes, 18 de enero de 2011

Henry Lee en Berlín




Noche en Berlín. Frío y calles estrechas de tugurios llenos de humo. Soledad que empuja a bajar las escaleras oscuras. Al fondo, una luz rojiza deja intuir una pequeña barra, solitaria. Es la única luz que hay. Hasta llegar, voy chocando con cuerpos cálidos que se dispersan anárquicamente por todo el local. Un taburete me invita a sentarme y pido una cerveza. Descubro que no estoy sola. Con la espalda apoyada en la pared me mira, sin recato, mientras da un largo trago. Me desentiendo, tímida. Pero sé que él sigue mirando. Hacia lo que parece un escenario, se dirige un potente foco de luz, oscureciendo aún más el resto. Tras unas cortinas rojas, aparecen Nick Cave y Pj Harvey y un piano empieza a sonar. Miro hipnotizada la escena. Los ojos del desconocido han desplazado su posición hasta situarse a unos centímetros y siento su susurro en mi oído, que sigue a la perfección la canción que ahora comienza. Mirada baja, ojos cerrados, él sigue acariciándome con su voz susurrante mientras yo me emborracho de luz roja. El piano se ha colado dentro de mí. Le miro a los ojos y en el reflejo nuestras voces suenan al unísono … A little bird lit down on Henry Lee.

lunes, 17 de enero de 2011

El príncipe y el guisante




Una ligera claridad baña su cuerpo dormido. Yo abro los ojos sin vocación. No quiero despertar. Pero esa visión me hace quedarme de este lado de la vida. Mirándole con atención, como si le viera por primera vez. Su cuerpo desnudo se recorta contra la evidencia del día. Hay una sonrisa en sus labios. Y en su pausada respiración no quedan restos de la batalla de ayer. Batalla de cuerpos enlazados. Duerme ajeno a mi mirada, que le dibuja, llena de deseo. Duerme y en su sueño le beso los ojos. El roce de las sábanas de hilo trae sus caricias y el recuerdo de la entrega. A la tenue luz, paso mis dedos a milímetros de su cuerpo, siento su calor pero no llego a rozar su piel. Duerme abrazado a sus almohadas como hace unas horas abrazaba mi cuerpo. Duerme, con placidez. Duerme ajeno. Ajeno al hecho de que cuando despierte, yo no estaré aquí. No estaré aquí porque no existo. Solo soy un sueño.