A veces, en nuestra vida, se cuelan las palabras
cotidiano y compartido como una condena. Se cuelgan tras la puerta, al salir,
para encontrarlas acechantes, amenazantes, a la vuelta, al final de la jornada,
para enredarse de nuestro cuello, hundiéndonos en las horas, hasta el sueño.
Otras, se visten de fiesta con papel pinocho de colores chillones,
ensordeciendo el tedio y ventilándonos al sol de una sonrisa de ojos fijos en
los nuestros. Y cuando cotidiano y compartido se toman de la mano para guiarnos
por la arena del final de día, llevándonos al calor de nuestra piel, llevándonos
al abismo de la entrega convertida en sonidos acuosos, entonces, la facilidad
nos cierra los ojos muy a nuestro pesar. Porque entonces, dormir solo nos
parece una auténtica pérdida de sueño, un robo a la posibilidad de viajar, de
viajar al tiempo cotidiano del otro.
Escribir. No sé si puedo parar. Tengo que proponerme centrarme en otras cuestiones que requieren mi atención para no pasarme el tiempo dejando deslizarse mis pensamientos tras letras puestas en orden. Hay tal magnetismo en la superficie blanca del papel. Es tal la promesa. Es la fuerza de sentirte aún más cerca. Y no sé escapar, hipnotizada por la conmoción de tal proximidad. Y, entonces, quietecita, casi sin respirar, dejo que mis dedos se desplacen por el teclado, con una sensación extraña de que en vez de escribir, la presión hace nacer sonidos que vuelan hasta mis oídos, armónicos, que ponen en marcha el remolino de aire que siempre fui. Y me escucho, etérea, dentro de ti, recorriendo la espiral que te regala las emociones.
¿Sabes cuándo un ser sonríe con todo lo que es, incluso con lo que no es? Así te miro yo, en este preciso momento. Así, deshecha en escamas imperceptibles de albor. Y te cubro sin que lo sientas casi. Pero sabes que soy yo, que trasmutada te hace cosquillas en la sombra y sonríes, sonríes hasta no poder más. ¿Es que realmente se puede sonreír hasta no poder más? –me preguntas-. Y yo te respondo, en mi línea, que no hay límite para la sonrisa y que podemos darnos la vuelta una y otra vez, una y otra vez, a la piel, a las entrañas, para seguir sonriendo, envolviéndonos y desenvolviéndonos, en ciclos de completa felicidad.
¿Qué me queda por entregarte? ¿Qué queda en mí que de nuevo te haga pensar que hay rutas en mi interior que todavía no has recorrido? ¿Quizá me vuelva una vía previsible y conocida por la que se rueda a gran velocidad? Sé que un día fui senda de alta montaña que ascendía y ascendía hasta la cumbre inacabada. Y puede ser que lo mejor sea exactamente eso, que de un lapso a otro, la autovía sube, angosta y pedregosa, hasta la cima abisal.
Sé estar. Por eso me quedo. Y mientras, me doy, sin dejar nada en ese instante, pero sabiendo, que inmediatamente después yo ya seré otra que se estrenará en la entrega, como si nunca antes hubiera existido. Destello, solo halo. La luna me lame los pies. ¿Quieres venirte?
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