
Sobrevolando el Sahel, cualquier concepto previo de inmensidad desaparece para quedar diminuto. La pequeña avioneta de cuatro ocupantes oscila al son de unas térmicas atroces que lo son ya al despuntar el día, hace tiempo que despegamos envueltos en la noche. Dirección norte-noreste, persiguiendo el amanecer con escora a estribor. Miro al sol, que empieza a desparramarse por tanta inmensidad. En la línea del horizonte, se intuye una ruina. Un fantasma del paso del tiempo, envuelto en arena y bruma de mito.
Aproximación y aterrizaje. Sobre el suelo, los tuaregs sedentarios se buscan la vida con mil y un recursos; la vida en este ombligo del mundo es muy dura, ahora que la actividad entre el Sahel y el Sahara ha disminuido. Y lo somos los visitantes que venimos a conocer el lugar de paso obligado de las caravanas que la literatura consumida idealizaba, aunque en la realidad su mercadería estuviera llena de miseria humana.
Toda fotografía vista previamente nos acerca un cromatismo idealizado: azul humano sobre fondo tierra. Pero sobre el terreno todo es diferente, el violento brillo de la luz, la arena que se mastica y la miseria sin esperanza que lo cubren todo. La realidad. Y desde esa realidad alejada de cualquier mito, miras a los que dejaron el deambular por el desierto para establecerse en esta surgencia estratégica. En una vida en el extremo, al filo de lo posible. Y acude una fuerte sensación de final. Y de estar dentro de un recuerdo que en cualquier momento va a desvanecerse, tragado por la inmensidad, por la arena que inexorablemente lo cubre todo, envolviéndolo como el molde a una realidad que ya no existe, como una mortaja fúnebre.